25 de enero de 2016

La historia de Clementina Söderström (I)

Al principio fueron mis sobrinos. Después, sus hijos. Me pedían que les contara historias de mis viajes. Que les hablara de elefantes, de castillos de roca, de ríos tan grandes como ciudades. Paciente, les contaba mis pocas hazañas y siempre guardaba para el final la historia más fascinante. No era mía, era un préstamo. Igual que todas las historias que quedan bajo tu custodia cuando el dueño te cede el privilegio de contártela a cambio de un café.
La historia de Clementina Söderström me llegó un día de lluvia a cambio de un café de puchero: dulce, sin azúcar, caliente y con sabor a vasija. Casi como su historia. La lluvia hacía de cortina en la ventana, aislándonos de todo lo de fuera. Convirtiendo la habitación en un refugio para esa historia hecha de años y ya revestida de arrugas. Esa historia era suya y Clementina me la fue enseñando a través de fotos, cartas, y viejos libros que iba mostrando al compás de su narración. Comenzó sacando, con mucho cuidado, una ramita seca de espliego y la dejó al lado de mi taza.
Porque a espliego olían sus primeros años. 
Recordaba que su casa eran dos habitaciones separadas del frío de fuera por una pared de piedra encalada. Ella dormía en lo que, durante el día, servía de cocina y sala. Cerca del hogar, su madre le acomodaba una cama hecha de flores frescas y paja mullida envuelta en una sábana de lino. Le acurrucaba bajo mantas y todas las capas de abrigo que podía encontrar. Era el lugar más privilegiado, al lado de las brasas que quedaban del día. Esos primeros días, Clementina era feliz en ese pequeño pueblo hecho de casas pobres, cagarrutas de ovejas y olor a leña húmeda. 


Pero no escapaba de las murmuraciones que decían que su madre era bruja. Clementina miraba a su madre (de nombre, Rosalía) y pensaba que su madre, de piel pálida y nariz pequeña, no se parecía a las historias que contaban de brujas feas que mataban a niños rebeldes. Así que no hacía caso de las habladurías. A los seis años, disfrutaba asustando a la gente poniendo los ojos en blanco y murmuraba palabras inventadas. Su madre le recriminaba esos actos, aunque sabía que cuando se daba la vuelta, se le escapaba una sonrisa de satisfacción. Pero, aunque Clementina disfrutaba de esas historias sobre el poder de su madre, no soportaba que dijesen que su padre un día desapareció. 
Poco recordaba de él. Sólo que era enorme y que olía a sudor de trabajo y humo de fogata. Cada vez que preguntaba por él, su madre decía que salía a por una acelga al huerto y volvía con los ojos hinchados de llorar. Así que se hizo prometer no nombrarlo más, borrarlo de su cabeza. Por eso llegó a pensar que su madre bruja la concibió sin ningún hombre de por medio.

Cruzando un par de montes, y a un día de camino de la siguiente aldea, había un pequeño pueblo pesquero. De ahí venía, además de olor a sal, gente que hablaba raro, telas de colores y pescados con escamas brillantes. Por eso, muy de vez en cuando, se perdía algún pescador que añoraba pisar tierra. Trabajaba labrando o pastoreando un par de meses y volvía a amarrar cabos y abrazar redes. Pero uno de ellos se quedó. De nombre impronunciable, optó por rebautizarse como Olmo. Que según él, eso significaba su nombre. 
Olmo era alto y rubio, con ojos alargados y mandíbula grande. Venía de algún sitio muy al norte y, en cuanto aprendió el idioma, empezó a hablar de praderas de nieve y hielo, de lugares con rebaños de lobos que llevaban a hombres en carreta y de años enteros de noche e invierno. Se acomodó en una vieja paridera de ovejas. La limpió, puso tierra nueva en el suelo e hizo friegas de sándalo y espliego. Las paredes empezaron a oler a bosque. Olmo se hizo un parroquiano más. Trabajaba fuerte, compartía vino con los vecinos y se aprendió las canciones para el día de fiesta en el pueblo.
Olmo empezó a ir a la casa de Clementina todas las noches. Rosalía le contó que Olmo tenía miedo al estar tan lejos del pueblo y, por eso ella, le dejaba un lado en su cama estrecha. Clementina dormía tranquila junto a las brasas, y le gustaba pensar que su madre quitaba las pesadillas a Olmo, que por eso se levantaba pronto y se marchaba al campo sin que nadie lo viera.  Porque ya era grande para tener pesadillas, nadie debía saberlo. Clementina pensaba que su madre le debía contar historias bonitas y abrazarle mucho, porque siempre se iba sonriendo, dando un pellizco cariñoso en la mejilla a Clementina y besando lento a la madre de la niña. Poco después, Olmo y Rosalía se  sentaron frente a Clementina y le contaron que él se vendría a vivir con ellas. Hablaron de una boda y que los tres serían ahora una familia.
Hubo una pequeña boda y Clementina pasó a apellidarse como Olmo: Söderström. Así se llamaba ahora su familia. Con Olmo llegó el olor a bosque, cuentos antes de dormir y le hizo a Clementina una cama de madera clara. “Una cama de princesa”, le decía.
Al poco, la tripa de mamá empezó a crecer y Olmo, emocionado, recibía palmadas de todos. Un bebé crecía dentro de su madre. Clementina, fascinada, pasaba el día hablando a esa tripa que no paraba de engordar y que, de forma milagrosa, daría un hermano en unos meses. En esos tiempos no había médicos y para buscar una comadrona había que ir tres pueblos más allá. Rosalía se puso de parto antes de hora y fue ella la que guió a Olmo sobre qué hacer y qué buscar. Clementina cedió su cama cerca del fuego y vio cómo su madre comenzó a sangrar, llenando la cocina entera de ese olor a sal y azúcar. Olmo salió ensangrentado pidiendo ayuda por el pueblo.  Clementina se asomó para ver a su madre dormirse para siempre.
Clementina y Olmo lavaron a la mujer con agua de rosas y sándalo. Levantaron sus brazos, y frotaron por las axilas, por la tripa en la que todavía estaba el niño y por entre sus piernas que seguían rosadas de sangre. Olmo hizo una caja de abedul donde puso a su pálida esposa y cavó un agujero bajo un alto ciprés. “Así siempre tendrá sombra”, dijo.
A Olmo, poco a poco, le fue inundando la pena. Al principio se volcó en cuidar de la pequeña hija con la que ahora se veía solo. Pero dejó de comer y lo cambió por llorar.  Ya no trabajaba. Lo cambió por sentarse a mirar al cielo.
Clementina veía cómo Olmo se hacía cada vez más y más pequeño. Cómo por las noches él temblaba de frío sentado en el suelo de la calle, mirando hacia arriba. Ahí seguía por la mañana, por la tarde. Día tras día. Una mañana, casi sabiendo lo que iba a pasar, la pequeña Clementina le abrazó con fuerza y le besó en la mejilla hasta que Olmo cerró los ojos, por primera vez en días, y dejó descansar a sus ojos de lágrimas y lamentos. Clementina le arropó y le dejó dormir. Ella también necesitaba descansar y se marchó hasta el campo de cebada cercano. Se tumbó y se dejó soñar arrullada por espigas y aroma a tierra.
Cuando me contó la historia, Clementina no sabía cuánto tiempo estuvo ahí. Horas, días. No lo sabía. Se despertó escuchando su nombre acercándose al campo. Saliendo de entre las ventanas del pueblo. Por las calles. Su nombre clamado, gritado. Casi cantado. La encontraron arrullada en ese mar de cebada. Con el pelo requemado por el sol y con la piel pegoteada por la tierra.
Cuando le hallaron unas mujeres del pueblo le abrazaron y, llorando, clamaban: “Ay. Pobre niña. Ay. Pobre Clementina, se ha quedado sola”. Las plañideras le acompañaron hasta el pino que crecía sobre su madre. Volvieron a abrir el agujero del que salía olor a malvas y pusieron una caja enorme hecha de olmo donde yacía su nuevo padre. “Bajo ese árbol mamá seguirá abrazando a papá para que no tenga pesadillas”, pensó Clementina. “Todo vuelve a estar bien”.
Como avisadas por la pena y la angustia de una huérfana en el pueblo...

...
(Sigue)

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