Al principio fueron mis sobrinos. Después, sus hijos. Me pedían que les
contara historias de mis viajes. Que les hablara de elefantes, de castillos de
roca, de ríos tan grandes como ciudades. Paciente, les contaba mis pocas
hazañas y siempre guardaba para el final la historia más fascinante. No era
mía, era un préstamo. Igual que todas las historias que quedan bajo tu custodia
cuando el dueño te cede el privilegio de contártela a cambio de un café.
La historia de Clementina Söderström me llegó un día de lluvia a cambio de
un café de puchero: dulce, sin azúcar, caliente y con sabor a vasija. Casi como
su historia. La lluvia hacía de cortina en la ventana, aislándonos de todo lo
de fuera. Convirtiendo la habitación en un refugio para esa historia hecha de
años y ya revestida de arrugas. Esa historia era suya y Clementina me la fue enseñando
a través de fotos, cartas, y viejos libros que iba mostrando al compás de su
narración. Comenzó sacando, con mucho cuidado, una ramita seca de espliego y la
dejó al lado de mi taza.
Porque a espliego olían sus primeros años.
Recordaba que su casa eran dos
habitaciones separadas del frío de fuera por una pared de piedra encalada. Ella
dormía en lo que, durante el día, servía de cocina y sala. Cerca del hogar, su
madre le acomodaba una cama hecha de flores frescas y paja mullida envuelta en
una sábana de lino. Le acurrucaba bajo mantas y todas las capas de abrigo que
podía encontrar. Era el lugar más privilegiado, al lado de las brasas que
quedaban del día. Esos primeros días, Clementina era feliz en ese pequeño
pueblo hecho de casas pobres, cagarrutas de ovejas y olor a leña húmeda.
Pero no escapaba de las murmuraciones que decían que su madre era bruja. Clementina
miraba a su madre (de nombre, Rosalía) y pensaba que su madre, de piel pálida y
nariz pequeña, no se parecía a las historias que contaban de brujas feas que
mataban a niños rebeldes. Así que no hacía caso de las habladurías. A los
seis años, disfrutaba asustando a la gente poniendo los ojos en blanco y
murmuraba palabras inventadas. Su madre le recriminaba esos actos, aunque sabía
que cuando se daba la vuelta, se le escapaba una sonrisa de satisfacción. Pero, aunque Clementina disfrutaba de esas historias sobre el poder de su madre, no
soportaba que dijesen que su padre un día desapareció.
Poco recordaba de él.
Sólo que era enorme y que olía a sudor de trabajo y humo de fogata. Cada vez
que preguntaba por él, su madre decía que salía a por una acelga al huerto y
volvía con los ojos hinchados de llorar. Así que se hizo prometer no nombrarlo
más, borrarlo de su cabeza. Por eso llegó a pensar que su madre bruja la concibió sin
ningún hombre de por medio.
Cruzando un par de montes, y a un día de camino de la siguiente aldea,
había un pequeño pueblo pesquero. De ahí venía, además de olor a sal, gente que
hablaba raro, telas de colores y pescados con escamas brillantes. Por eso, muy
de vez en cuando, se perdía algún pescador que añoraba pisar tierra. Trabajaba
labrando o pastoreando un par de meses y volvía a amarrar cabos y abrazar redes.
Pero uno de ellos se quedó. De nombre impronunciable, optó por rebautizarse
como Olmo. Que según él, eso significaba su nombre.
Olmo era alto y rubio, con
ojos alargados y mandíbula grande. Venía de algún sitio muy al norte y, en
cuanto aprendió el idioma, empezó a hablar de praderas de nieve y hielo, de lugares con rebaños de lobos que llevaban a hombres en carreta y de años enteros de noche e
invierno. Se acomodó en una vieja paridera de ovejas. La limpió, puso tierra
nueva en el suelo e hizo friegas de sándalo y espliego. Las paredes
empezaron a oler a bosque. Olmo se hizo un parroquiano más. Trabajaba fuerte,
compartía vino con los vecinos y se aprendió las canciones para el día de
fiesta en el pueblo.
Olmo empezó a ir a la casa de Clementina todas las noches. Rosalía le contó que Olmo tenía miedo al estar tan lejos del pueblo y, por eso ella, le dejaba
un lado en su cama estrecha. Clementina dormía tranquila junto a las brasas, y
le gustaba pensar que su madre quitaba las pesadillas a Olmo, que por eso se levantaba
pronto y se marchaba al campo sin que nadie lo viera. Porque ya era grande para
tener pesadillas, nadie debía saberlo. Clementina pensaba que su madre le debía contar historias
bonitas y abrazarle mucho, porque siempre se iba sonriendo, dando un pellizco
cariñoso en la mejilla a Clementina y besando lento a la madre de la niña. Poco
después, Olmo y Rosalía se sentaron
frente a Clementina y le contaron que él se vendría a vivir con ellas. Hablaron
de una boda y que los tres serían ahora una familia.
Hubo una pequeña boda y Clementina pasó a apellidarse como Olmo:
Söderström. Así se llamaba ahora su familia. Con Olmo llegó el olor a bosque,
cuentos antes de dormir y le hizo a Clementina una cama de madera clara. “Una
cama de princesa”, le decía.
Al poco, la tripa de mamá empezó a crecer y Olmo, emocionado, recibía
palmadas de todos. Un bebé crecía dentro de su madre. Clementina, fascinada,
pasaba el día hablando a esa tripa que no paraba de engordar y que, de forma
milagrosa, daría un hermano en unos meses. En esos tiempos no había médicos y
para buscar una comadrona había que ir tres pueblos más allá. Rosalía se puso
de parto antes de hora y fue ella la que guió a Olmo sobre qué hacer y qué
buscar. Clementina cedió su cama cerca del fuego y vio cómo su madre comenzó a
sangrar, llenando la cocina entera de ese olor a sal y azúcar. Olmo salió
ensangrentado pidiendo ayuda por el pueblo.
Clementina se asomó para ver a su madre dormirse para siempre.
Clementina y Olmo lavaron a la mujer con agua de rosas y sándalo.
Levantaron sus brazos, y frotaron por las axilas, por la tripa en la que
todavía estaba el niño y por entre sus piernas que seguían rosadas de sangre.
Olmo hizo una caja de abedul donde puso a su pálida esposa y cavó un agujero
bajo un alto ciprés. “Así siempre tendrá sombra”, dijo.
A Olmo, poco a poco, le fue inundando la pena. Al principio se volcó en
cuidar de la pequeña hija con la que ahora se veía solo. Pero dejó de comer y
lo cambió por llorar. Ya no trabajaba. Lo
cambió por sentarse a mirar al cielo.
Clementina veía cómo Olmo se hacía cada vez más y más pequeño. Cómo por las
noches él temblaba de frío sentado en el suelo de la calle, mirando hacia
arriba. Ahí seguía por la mañana, por la tarde. Día tras día. Una mañana, casi
sabiendo lo que iba a pasar, la pequeña Clementina le abrazó con fuerza y le
besó en la mejilla hasta que Olmo cerró los ojos, por primera vez en días, y
dejó descansar a sus ojos de lágrimas y lamentos. Clementina le arropó y le
dejó dormir. Ella también necesitaba descansar y se marchó hasta el campo de
cebada cercano. Se tumbó y se dejó soñar arrullada por espigas y aroma a
tierra.
Cuando me contó la historia, Clementina no sabía cuánto tiempo estuvo ahí.
Horas, días. No lo sabía. Se despertó escuchando su nombre acercándose al
campo. Saliendo de entre las ventanas del pueblo. Por las calles. Su nombre
clamado, gritado. Casi cantado. La encontraron arrullada en ese mar de cebada.
Con el pelo requemado por el sol y con la piel pegoteada por la tierra.
Cuando le hallaron unas mujeres del pueblo le abrazaron y, llorando,
clamaban: “Ay. Pobre niña. Ay. Pobre Clementina, se ha quedado sola”. Las
plañideras le acompañaron hasta el pino que crecía sobre su madre. Volvieron a
abrir el agujero del que salía olor a malvas y pusieron una caja enorme hecha
de olmo donde yacía su nuevo padre. “Bajo ese árbol mamá seguirá abrazando a
papá para que no tenga pesadillas”, pensó Clementina. “Todo vuelve a estar
bien”.
Como
avisadas por la pena y la angustia de una huérfana en el pueblo...
...
(Sigue)
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