Dijo adiós y siguió
andando. La niebla era espesa. Blanca. Pesada. La atravesaba dando pasos
pequeños. No veía dónde iba.
A veces, olía a asfalto
mojado. Otros pasos, eran hierba húmeda y mullida. Y ella caminaba con esa
ceguera blanca. Las manos por delante buscando no chocarse.
A veces, sentía que alguien pasaba cerca de ella. Una sombra blanca, otro paso tímido, otro paso rápido.
A veces, sentía que alguien pasaba cerca de ella. Una sombra blanca, otro paso tímido, otro paso rápido.
Ella miraba de un lado
a otro pero estaba perdida. Los ojos le dolían. Y la respiración se le volvía
agua que le iba mojando poco a poco.
Buscaba el camino y no lo encontraba. Buscaba los pasos que había dado pero no quedaban marca.
Buscaba el camino y no lo encontraba. Buscaba los pasos que había dado pero no quedaban marca.
Se quedó quieta. Pensó
en el salvador al que había dejado pasos atrás. Su lengua era como una
hostia sagrada. Y todo lo que emanaba de él era un vino bendito. Le había
dejado la piel lamida, el alma purificada saliéndole de entre las piernas y
moratones por dentro del pecho. Gracias a él, las caderas las tenía satisfechas
pero con cada paso le sonaban los añicos de cariño roto.
Quiso llamarle. Pero la niebla se le había
acomodado en la garganta.
Quiso llorarle. Pero se le formó escarcha en los ojos.
Se tumbó mirando a ese
cielo blanco. A esa niebla infinita. Las piedras del suelo le recorrían la
espalda pero no sabía diferenciar el cielo del suelo. Y rezó. No a un dios ni a
dioses. Se le escaparon plegarias a ese salvador de carne y aliento. Que
volviera. Que su lengua sagrada le tocase. Que le bendijese como él lo hacía.
Pero no llegó. Se quedó
dormida. Y esa escarcha, que le había cubierto los ojos, le llenó por entero.
La niebla la arropó. Fría. Blanca. Espesa.
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