De hace mucho. Un fragmento.
*
-
Vivo
aquí – dijo Mati señalando una robusta puerta de madera.- No hay ascensor pero,
¿te apetece subir?
Lo decía así, con naturalidad y con su
silbido, y nadie le podría haber dicho que no. Esa cervatilla atrapaba sin
miramientos ni trampas a su cazador.
Era un último piso. Las escaleras eran viejas y crujían en cada pisada. El mismo sonido que se escucha al pisar los escenarios (al menos, el escenario que había en el salón de actos de mi colegio, al que me enfrentaba en cada función de fin de curso) y, tal vez por eso, o tal vez porque lo sentía de verdad, los nervios me hicieron un nudo en el estómago y el corazón se me aceleraba en cada crujido.
Era un último piso. Las escaleras eran viejas y crujían en cada pisada. El mismo sonido que se escucha al pisar los escenarios (al menos, el escenario que había en el salón de actos de mi colegio, al que me enfrentaba en cada función de fin de curso) y, tal vez por eso, o tal vez porque lo sentía de verdad, los nervios me hicieron un nudo en el estómago y el corazón se me aceleraba en cada crujido.
Mati abrió la puerta
con un tintineo de las llaves y abrió a aquella casa que olía a hierba, a
madera, a calefacción y a guiso. Se llevó un dedo a los labios pidiendo
silencio y adiviné que más gente vivía ahí. Pasamos por un pasillo y, de
pasada, atiné a ver un salón desordenado, con unos cojines en el suelo y
ceniceros a rebosar sobre una pequeña mesa.
Seguí a Mati por un pasillo a oscuras
y me excité pensando en lo que podría venir después. Abrió una puerta y me
invitó a pasar. Cuando ella encendió la luz tenue de una lámpara de mesilla,
ante mí apareció el universo de aquella pequeña mujer y, no dudo en afirmar, que en aquel momento
empecé a enamorarme por primera vez en mi vida.
El perfume dulzón que descubrí el día
anterior en el ascensor rellenaba cada esquina de ese pequeño museo. Sobre
estanterías y viejos muebles rescatados se agolpaban a la vez ropa doblada,
libros, hojas y pequeños muñecos. En un rincón, un estuche medio abierto
descubría lo que parecía una trompeta. Las paredes estaban desnudas, pintadas
de un blanco que hace tiempo dejó de ser blanco, y a sus pies, apoyadas en un rodapiés
carcomido, aparecían recortes, fotos, pedazos de papel anotados.
Embelesado,
recorrí la vista por las paredes y descubrí, junto a un trajeado y bigotudo
hombre en blanco y negro, una foto en el que una niña de cara redonda y enorme
mirada vestía tutú y posaba seria de puntas. Se me escapó una sonrisa al ver
una foto en la cuatro niñas de enormes ojos miraban a cámara, distinguí a Mati
como la niña de mofletes que no sonreía. Era la que tenía la pose lánguida y un aire que quería ser victoriano. Continué con fotos de paisajes, de algún hombre, de alguna
mujer. En un parque, en la cama, en Londres, en París, posando en una montaña,
bajo el agua… Un mosaico de todos los que habían pasado y habían tocado la vida
de esa mujer. Los papeles arrugados y garabateados, estaban escritos en negro,
con prisa, y mostraban palabras sueltas, frases subrayadas o emociones que se
le habían escapado y que habría atrapado. Igual que los que cazaban mariposas y
con alfileres mostraban su cadáver en un expositor. Tropecé con una máquina de
escribir sobre la que reposaba un pequeño cenicero. Un vaso vacío y una jarra
de agua sobre el escritorio de la esquina, sepultado bajo folios, polvo y un
par de chaquetas.
Me despertó el sonido único de una aguja sobre un vinilo y
por el espejo que tenía frente a mí, adiviné un viejo tocadiscos sobre una
mesilla. El quejido del Little Girl Blue
sonaba bajo, casi mudo y me giré en busca de Mati entre la media penumbra de la
habitación. Y ahí estaba ella. Desnuda, me miraba sin vergüenza. Su palidez casi
brillaba en ese mundo oscuro y, aunque delgada, sus huesos mostraban caderas
anchas que, en origen, deberían haber estado rellenas. Esa delgadez artificial,
labrada de estrías, se me ofrecía sin pudor, únicamente cubriéndose con la
larga melena que Mati se había soltado. El cabello, moreno y rizado, caía sobre
su pecho (que se agitaba rápido y, creo, nervioso, arriba y abajo) y resbalaba
hasta la tripa hundida. Miré sus ojos que no parpadeaban y me miraban con
brillo. Con la mirada recorrí despacio su cuerpo resplandeciente hasta llegar a su sexo que
estaba sólo a un paso de mí.
Quería decirle algo, decir lo hermosa
que era pero me faltaba el aire.
-
Yo…
- atiné a decir.
-
Tú…
- y sonrió como sólo ella sabía hacerlo.
Se me acercó, en sólo dos pasos (esos
pasos marcados, como de un baile) y se apartó la melena para atrás y
agarrándome por la nuca se acercó muy despacio a mis labios por primera vez.
...
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